Truita de camagrocs de la cuinera de Himmler

"Cuando llegué a la estación de Sainte-Tulle, me dirigí hacia la granja de los Lempereur atajando a través de un bosquecillo de robles en el que conocía un recoveco donde crecían setas, y llené la cesta. Algunas morillas para colocar en la parte superior, pero sobre todo dos especies mortales cuyo olor y sabor engañan, desde hace generaciones, a sus víctimas: amanita phalloides e inocybe fastigiata. Suficientes para matar a un regimiento.  
En el momento en el que aparecieron los dos canes, les lancé unos trozos de carne que había atiborrado con granos de cicuta de flor azul. Se los tragaron con la voracidad estúpida que sólo se da en los perros, los cerdos y los humanos. Así es como antaño se mataba a los lobos. Eficacia garantizada. [...] 
Mientras agonizaban en el patio, llamé a la puerta de mis antiguos amos, la cesta de setas en una mano y un revólver en la otra. Una Astra 400, una pistola semiautomática de fabricación española que me había vendido un amigo periodista del Barrio Latino. 
Fue Justin el que abrió. Aparte de que su tez rojiza tendía a violeta, no había cambiado nada. A pesar de mi disfraz, me reconoció enseguida y me estrechó la mano guardando las distancias, con una circunspección temerosa. 
–¿Qué les ha pasado a los perros? –preguntó viendo cómo sus molosos se retorcían tumbados de espaldas. 
–Se han puesto enfermos. 
Fingiendo no ver el arma, dijo: 
–Me alegro de verte. ¿Qué te trae por aquí? 
–He vuelto por lo del gato. 
–¿El gato? 
A pesar de que tenía la boca seca y le temblaba la voz, había adoptado una expresión de falsa alegría a causa de la relación de fuerzas: mi arma apuntándole y sus perros agonizando a mi espalda. 
–Si sólo es por eso, te podemos dar otro gato. Es fácil de remplazar, hay tantos... 
–Os pasé todo, todo, pero lo del gato, no –dije dirigiéndome a la cocina–. Llama a la gorda que vamos a comer, es la hora. Os voy a preparar una tortilla de setas como en los viejos tiempos, ¿te acuerdas? 
–¡Claro que me acuerdo! Eres la reina de la tortilla de setas...–... y de muchas otras cosas. 
Intrigada por el ruido, Anaïs se acercó con su andar pesado. La retención de líquidos hacía que sus tobillos pareciesen bombonas. Cuando me vio en la cocina, con mi Astra modelo 400 en la mano, lanzó un grito de estupor, y se habría caído de espalda si su marido no lo hubiese evitado. 
–¿Por qué has venido con un arma? –dijo Justin gimoteando, con una voz perfectamente adaptada a la situación. 
–No he querido arriesgarme con vosotros. Ha habido demasiados malentendidos entre nosotros, temía que no comprendieseis el sentido de mi visita, que es una visita de paz y amistad... 
–Qué pena que no nos hayamos comprendido. 
Justin estaba tan orgulloso de su frase que la repitió dos veces. 
–Ésta es la ocasión de empezar de cero –dije–. Ahora o nunca. 
Pelé las setas y las corté delante de ellos para después mezclarlas con los huevos batidos, quince en total. Cuando la tortilla estuvo tal y como les gustaba, poco hecha, serví una buena porción a cada uno pidiéndoles que no se la tragaran como tenían por costumbre, sino que la masticaran para apreciar mejor su sabor, en honor a los viejos tiempos. Asintieron con la glotonería profesional de los cerdos en fase de engorde. 
–Quería mucho a mi gato –murmuré mientras se comían la tortilla.–Nosotros también, no te creas.–Entonces, ¿por qué lo matastéis?–No fuimos nosotros, fueron los perros –protestó Justin–, pero es cierto que no deberíamos habérselo lanzado, fue una estupidez, lo sentimos. 
Cuando tuvieron la panza llena de tortilla, les preparé café. Estaban empezando a bebérselo cuando, al observar los primeros sudores, les dije que iban a morir: el proceso comenzaría en unos minutos y duraría varias horas. 
Parecían sorprendidos. Por supuesto que imaginaban que me traía algo entre manos, pero no se esperaban caer en aquello en lo que tanto habían pecado: la manduca.–Es por el gato –dije–. Tenía que vengarme, pienso en aquello todo el tiempo, me estaba quemando viva. 
Justin se levantó pero le obligué a sentarse amenazándole con mi semiautomática. Los abandoné a su suerte cuando empezaron las náuseas, los vómitos, las diarreas, los vértigos, y después las convulsiones y la destrucción del hígado. No quería verlo: no busco el morbo con la venganza. 
Antes de marcharme, vacié una parte de los restos de la tortilla de setas en las escudillas de los molosos y dejé sobre la mesa de la cocina la sartén con el cuarto restante, para que la polícia no pudiese tener duda alguna sobre las razones de la muerte de los Lempereur y sus perros." 
Franz-Olivier Giesbert (2015). La cocinera de Himmler. Barcelona: Punto de Lectura (pàg. 126-129).

Truita de camagrocs

Ingredients (4 p.)

400 g de camagrocs
6 ous
Oli, sal, pebre, all i julivert


Tothom diu que els bolets no s'han de rentar perquè es disgusten i es fan malbè, però sí que s'han de netejar amb un raspall o drap o amb les mans. En el cas dels camagrocs, s'han de treure les restes de pinassa i fulles que n'hagin pogut quedar, i escapçar la punta del peu on hi ha una mica de terra.

Un cop triats, es fregeixen en una paella amb oli i s'hi afegeix una mica d'all i julivert trinxat petit. Es baten els ous, s'afegeixen els bolets a la mescla, es rectifica de sal i s'afegeix un polsim de pebre, es barreja tot bé i es torna a abocar a la paella per fer la truita.




Comentaris

  1. I avui per esmorzar... una truita de camagrocs, molt més innocent i bona que la de la Rose, la cuinera de Himmler. Un llibre molt i molt recomanable si no l'heu llegit, d'aquells que no es pot deixar des de les primeres pàgines... Bon profit i bon dissabte!

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