Gratin dauphinois a l'estil Kate Morton

"Después del triunfo teatral, sólo quedaba la cena de celebración del verano para que la visita fuera considerada como un éxito absoluto. Sería el punto culminante de los festejos de la semana. Una extravagancia final antes de que los huéspedes partieran y la serenidad retornara una vez más a Riverton. Los invitados a la cena –entre los que, según había divulgado la señora Townsend, se contaba lord Ponsonby, uno de los primos del rey– llegarían desde lugares tan distantes como Londres. Myra y yo, bajo la atenta supervisión del señor Hamilton, habíamos pasado toda la tarde poniendo la mesa en el comedor. 
Los comensales eran veinte. A medida que iba disponiendo los cubiertos, Myra los nombraba en voz alta: cuchara para sopa; cuchillo y tenedor para pescado; dos cuchillos; dos tenedores grandes; cuatro copas de cristal para vino, de distintas medidas. 
Mientras recorríamos la mesa, el señor Hamilton nos seguía con su cinta métrica y una servilleta, asegurándose de que todos los servicios guardaran la distancia correcta y de verse reflejado en cada cuchara. En el centro del blanco mantel de lino dispusimos hojas de hiedra y rosas rojas alrededor de brillantes frutas confitadas. Me gustaban esos adornos. Eran muy hermosos y armonizaban a la perfección con la mejor vajilla de la Señora –regalo de boda, apuntó Myra–, una porcelana húngara pintada a mano con parra, manzana y peonías púrpura, fileteada en oro.  
Colocamos las tarjetas de posición –escritas a mano con la cuidada caligrafía de lady Violet– de acuerdo con el orden que ella minuciosamente había dispuesto. Según me advirtió Myra, no podíamos subestimar la importancia de la ubicación. En efecto, de acuerdo con su opinión, el éxito o el fracaso de una cena residía por entero en la ubicación de los invitados en torno a la mesa. [...] 
Lamento decir que no fui testigo de la cena, esa noche de pleno verano de 1914, porque así como ocuparse de la limpieza del salón era un privilegio, servir la mesa era el más alto honor, sin duda fuera del alcance de mi modesta posición. [...] 
Mi deber, indicó el señor Hamilton, era quedarme abajo para recibir los platos. [...] 
Observé maravillada cómo las tandas de magníficos platos que desfilaban uno tras otro desaparecían en la tolva que los llevaba hacia arriba –sucedáneo de sopa de tortuga, pescado, mollejas, codornices, espárragos, patatas, tartas de albaricoque, natillas– para ser reemplazados por fuentes vacías y platos sucios. 
Mientras arriba, en el comedor, los invitados estaban exultantes, abajo los vapores y silbidos de la cocina recordaban a esas nuevas y brillantes locomotoras que habían comenzado a atravesar el pueblo. La señora Townsend revoloteaba entre su mesa de trabajo, balanceando su considerable peso a una velocidad frenética, regando la crujiente corteza dorada de sus pasteles hasta que las gotas de sudor corrían por sus mejillas enrojecidas, dando palmadas y gruñendo, en un estudiado espectáculo de falsa modestia. La única persona que parecía inmune al contagioso entusiasmo era la desdichada Katie, que mostraba el sufrimiento en el rostro: había pasado la primera mitad del día pelando infinidad de patatas y la segunda, fregando infinidad de sartenes. Por fin, cuando las cafeteras, las jarras de crema y los azucareros ya habían sido enviados arriba en una bandeja de plata, la señora Townsend se desató el delantal, lo cual era para todos nosotros una señal de que el trabajo de esa noche había concluido. [...] 
–Buenas noches, señoras. 
La señora Townsend se quitó las gafas. 
–¿Todo bien, Alfred? 
–Todo bien, señora Townsend –respondió, abriendo sus ojos castaños. 
–¿Entonces? –preguntó la cocinera golpeteando con los dedos–. Nos tienes a todos intrigados. [...] 
–¿Intrigados? No entiendo a qué se refiere, señora Townsend –repuso Alfred. [...] 
–Escúchame, muchacho. Sólo te estoy preguntando si los invitados de lord y lady Ashbury disfrutaron de la comida. [...] 
–En realidad, no podría decirlo, señora Townsend –declaró Alfred guiñándome el ojo, por lo que tuve que contener la risa–, aunque pude advertir que lord Ponsoby se sirvió una segunda ración de sus patatas. 
La señora Townsend sonrió, mirando sus manos nudosas, y asintió como para sí misma. 
–Oí decir a la señora Davis, que cocina para lord y lady Bassingstoke, que lord Ponsoby tiene especial debilidad por las patatas a la crema. 
–¿Debilidad? Los demás pueden considerarse afortunados si les dejó probar algo." 
Kate Morton (2011). La casa de Riverton. Madrid: Punto de Lectura (pàg. 81-84).

Gratin dauphinois

Ingredients (6 p.)

1 kg de patates
Mig gra d'all sense pelar
4 cullerades de mantega
125 g de formatge gruyère o emmental ratllat
1 got gran de llet
Sal i pebre

Pelem les patates i les tallem a rodelles d'uns 3 mm. Freguem la cassola amb el mig gra d'all i l'untem amb 1 cullerada de mantega. Repartim la meitat de les patates al fons de la cassola i hi tirem sal, pebre, formatge ratllat i bocins de mantega. Aleshores hi posem l'altra meitat de patates al damunt, i també les amanim amb sal, pebre, formatge ratllat i mantega. Hi aboquem la llet bullint pel damunt i ho posem al foc fins que arrenqui el bull. Quan bulli, posem la cassola al forn, que ha d'estar preescalfat, durant uns 30 minuts (se sap que està cuit perquè les patates són toves, la llet s'ha evaporat i la part del damunt del plat està daurada). És un fantàstic acompanyament per a la carn, tot i que també pot ser un primer plat.

Comentaris

  1. Avui que és primer diumenge de maig, dedico el post a la meva mare. Ella em va regalar aquest llibre, em va ensenyar a valorar els detalls i em va transmetre el gust per les coses precioses...

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